Tiempo de bulos

En efecto, corren buenos tiempos para los bulos. Lo comprobamos en cada acontecimiento: en catástrofes naturales, en procesos electorales, en los conflictos abiertos o soterrados, ante tragedias humanitarias… En todos los escenarios y situaciones. Se han convertido en un elemento habitual, con el que ya se cuenta y que se empieza a considerar inevitable.

Y no es que sea algo nuevo: nuestras sociedades nunca han andado escasas de mentirosos, mucho menos en el mundo de la política o en el de la comunicación. Tampoco han faltado personas que difundan esas mentiras, sea por desconocimiento o por conveniencia. La novedad reside en la gran masa social dispuesta a aceptarlas sin cuestionarse si lo que les están contando es verdadero o falso, solamente si refuerza su opinión y convicciones o no. Y eso me parece un problema bastante serio.

Tampoco pienso que ahora estemos peor o mejor informados. Antes de la llegada de Internet, el medio mayoritario era la televisión, que es el que menor esfuerzo y atención requiere y el que ofrece las piezas informativas más cortas. Después, con la llegada de la red de redes, cambiaron los hábitos y ésta fue creciendo hasta convertirse en el principal instrumento para estar al tanto de lo que pasa en el mundo, pero en realidad repetíamos pautas similares: quien la utilizaba para informarse, que solo era una parte de sus usuarios, acudía siempre a las mismas fuentes y su lectura era más bien superficial, dado que leer en una pantalla no es cómodo precisamente.

Hoy en día las cosas han vuelto a cambiar, y entrar en la edición digital de un periódico a través de su portada ya es pasado remoto: hace bastante tiempo que la gente lo hace mayoritariamente a través de enlaces desde las redes sociales, lo que implica que accedemos a contenidos que nos señalan, que nos interesan previamente y que consumimos sin pasar por ningún otro rincón del medio en el que están publicados, y muchas veces sin contexto. Todo esto mezclado con contenidos de youtubers, influencers y demás fauna, que no proporcionan información, sino pura opinión, y a menudo poco “autorizada”. Buena parte de los bulos llegan a través de ese cauce, a una audiencia que no tiene con qué contrastarlos y con frecuencia tampoco interés por hacerlo.

Creo que ahí reside buena parte del problema. Me explico: para estar bien informados, lo lógico sería consultar distintos medios para luego “procesar” lo que dicen unos y otros y sacar nuestras propias conclusiones, pero la mayoría no hace eso. La mayoría de la gente, igual que tiene su partido político o su equipo de fútbol, tiene su medio de comunicación preferido (incluso ahora su influencer favorito). Porque en realidad lo que busca no es estar mejor informada, sino obtener gratificaciones (como cuando su equipo mete goles), en este caso que le digan lo que quiere escuchar, lo que confirma su forma de ver el mundo.

Con las redes, esto se ha disparado, y lo ha hecho porque el algoritmo funciona muy bien. En una red social seguimos lo que nos interesa y le damos “me gusta” a lo que nos gusta. Con esa información, el algoritmo, que quiere que nuestra experiencia en la red sea lo más satisfactoria posible, saca conclusiones de nuestros gustos, nos propone perfiles y páginas parecidos a los que seguimos y contenidos similares a los que hemos reaccionado de forma positiva. Y claro que nos gusta y nos interesa lo que nos propone, así que continuamos reaccionando y vamos cerrando más el círculo. Paulatinamente, la red va reflejando cada vez más el mundo que nos gusta y exponiéndonos menos a cosas que no, lo que naturalmente aísla nuestro mundo, nos refuerza en nuestras convicciones y nos radicaliza en “lo nuestro”. Y así, poco a poco nos vamos convirtiendo en “niños grandes”, que quieren gratificación constante: todo el rato caramelos y chocolate y nada de verduras o pescado. Y nos deja de importar si lo que nos llega es verdad o no, solo si nos gusta o no.

Por eso hay terraplanistas en 2024, aunque todo el mundo sepa que los vuelos desde Estados Unidos hasta Australia o Japón no dan toda la vuelta. O magufos convencidos de que nos meten microchips con las vacunas para controlarnos, pese a no existir necesidad, ya que eso es exactamente lo que hace el dispositivo que tienen en el bolsillo, han pagado por él, les encanta y lo utilizan para difundir sus bobadas. Así está el tema, y creo que nos toca meditar qué papel jugamos en esta dinámica y madurar.


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