‘Solidaridad’, bonita palabra

Foto: Amnistía Internacional.

ROBERTO BLANCO TOMÁS.

Sobre la palabra “solidaridad” hay extendido consenso de que alude a un bello concepto; que define un valor positivo que todos decimos compartir. El problema es que, al ser un concepto abstracto, la clave está en lo que entendamos cada uno por tal. Eso siempre y cuando lleguemos a planteárnoslo, pues también existe la opción de quedarnos solo con la palabra, que queda bien allá donde la digamos, aunque no tengamos la más mínima intención de llegar al concepto.

El País sacaba en portada el 22 de marzo un avance del reportaje de su enviada especial en la isla de Lesbos, M.A. Sánchez Vallejo. Dicho avance contenía una descripción excelente de lo que estaba ocurriendo allí: “Los centros de acogida de refugiados e inmigrantes de las islas griegas se han convertido en campos de detención al entrar en vigor el acuerdo migratorio entre la UE y Turquía”. Es algo que hemos visto ya muchas veces: hay una catástrofe humanitaria y todo el mundo se lleva las manos a la cabeza, se pregunta cómo pueden ocurrir estas cosas, se habla de ayudar a las víctimas… pero a la hora de la verdad, cuando la situación adquiere las proporciones que toda catástrofe humanitaria suele conllevar, siempre llega un punto en el que los campos de refugiados se convierten en campos de concentración, y los refugiados en prisioneros.

No digo que todas las personas que vivimos en nuestras “sociedades occidentales” seamos unos hipócritas o que no seamos sinceros en la solidaridad que expresamos. Ahí están esos bomberos españoles rescatando a la gente en el mar, esos voluntarios de las redes de acogida que se organizan para echar una mano a las personas que llegan de aquel horror, esos periodistas —plumillas y foteros— que van allí, la mayoría en modo freelance y sin muchas esperanzas de cubrir al menos los gastos de su trabajo, con la intención de que se sepa lo que está ocurriendo, que no lo puedan tapar…

Pero sí digo que, al final, “los que mandan”, que se supone que hemos elegido, nos representan y deben rendir cuentas ante nosotros... cuando la cosa excede de la más mínima complicación —ayudar implica cierto esfuerzo— que pudiera restar votos, pasan olímpicamente de asumirla, barren debajo de la alfombra, sacuden el mantel por la ventana, cierran las puertas y miran hacia otro lado. Les da igual. Y así, firman con Turquía un acuerdo para, a cambio de ciertas concesiones, devolver a los refugiados a este Estado que, por cierto, no destaca por su respeto a los derechos humanos. De hecho, Bruselas ha reconocido que Turquía no cumple las condiciones de “país seguro”, pero parece que eso no es relevante. De hecho también, el derecho europeo y el internacional prohíben las devoluciones en masa, pero tampoco importa (es cuestión de palabras: les llamamos de otra forma y ya está). Teníamos un problema, y lo hemos solucionado: ya no es nuestro. Que se busquen la vida. Eso es lo que vale la solidaridad de Europa.

Como he dicho, hablo de “los que mandan”, y estoy convencido de que la gente “de a pie” no es así, por lo menos no toda. Pero también digo lo siguiente: vivimos en esta sociedad, y no somos “almas inocentes” que estén al margen de lo que pasa. Cierto que la mayoría no podemos plantarnos mañana allí y evitar que pongan en práctica el acuerdo, pero sí hay muchas otras cosas que podemos hacer. La primera de todas, evitar que “solidaridad” sea solo una palabra bonita que, como el tomate, va bien con todo.

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