EDITORIAL. Abril 2019.
Gentes prácticas no se han perdido en teorizaciones y han declarado que es necesario que exista una ley para que exista la convivencia social. También se ha afirmado que la ley se hace para defender los intereses de quienes la imponen. Al parecer, es la situación previa de poder la que instala una determinada ley que a su vez legaliza al poder. Así es que el poder como imposición de una intención, aceptada o no, es el tema central. Se dice que la fuerza no genera derechos, pero este contrasentido puede aceptarse si se piensa a la fuerza solo como hecho físico brutal, cuando en realidad la fuerza (económica, política, etc.) no necesita ser expuesta perceptualmente para hacerse presente e imponer respeto. Por otra parte, aún la fuerza física (la de las armas por ejemplo), expresada en su descarnada amenaza, impone situaciones que son justificadas legalmente, y no debemos desconocer que el uso de las armas en una u otra dirección depende de la intención humana y no de un derecho.
La costumbre, la moral, la religión o el consenso social suelen ser las fuentes invocadas para justificar la existencia de la ley. Cada una de ellas, a su vez, depende del poder que la impuso. Y estas fuentes son revisadas cuando el poder que las originó ha decaído o se ha transformado de tal modo que el mantenimiento del orden jurídico anterior comienza a chocar con lo “razonable”, con el “sentido común”, etcétera.
Cuando el legislador cambia una ley o un conjunto de representantes del pueblo cambia la Constitución de un país, no se viola aparentemente la ley en general porque quienes actúan no quedan expuestos a las decisiones de otros, porque tienen en sus manos el poder o actúan como representantes de un poder, y en esa situación queda claro que el poder genera derechos y obligaciones y no a la inversa.
Pero los derechos humanos no tienen la vigencia universal que sería deseable porque no dependen del poder universal del ser humano, sino del poder de una parte sobre el todo. Si las más elementales reclamaciones sobre el gobierno del propio cuerpo son pisoteadas en todas las latitudes, solo podemos hablar de aspiraciones que tendrán que convertirse en derechos. Los derechos humanos no pertenecen al pasado, están allí en el futuro succionando la intencionalidad, alimentando una lucha que se reaviva en cada nueva violación al destino del hombre. Por esto, toda reclamación que se haga a favor de ellos tiene sentido porque muestra a los poderes actuales que no son omnipotentes y que no tienen controlado el futuro.
Es cierto que contamos con formulaciones imperfectas de los derechos humanos, pero es por ahora lo único que tenemos en nuestras manos para defender y perfeccionar. Estos derechos hoy son considerados como simples aspiraciones y no pueden ser plenamente vigentes dados los poderes establecidos. La lucha por la plena vigencia de los derechos humanos lleva, necesariamente, al cuestionamiento de los poderes actuales orientando la acción hacia la sustitución de éstos por los poderes de una nueva sociedad humana que respete y potencie todas las formas de vida.