¿Quién manda aquí?



ROBERTO BLANCO TOMÁS. Noviembre 2018.

En los últimos 15 días la opinión pública ha estado caliente con el tema de las hipotecas. De hecho, justo el día en que este periódico entra en imprenta es el fijado para el pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo que decidirá sobre dicha cuestión, por lo que escribo el presente artículo resignado a su inmediata obsolescencia. Pero como lo que me parece importante aquí es la sensación que ha dado el affaire más que la decisión que se tome, pues tampoco pasa nada, oigan.

Repasemos un poco la cuestión. En mayo de 1995 se aprueba el reglamento del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados. El artículo 68 establece que dicho tributo tiene que pagarlo quien solicita el préstamo. En los siguientes 20 años la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Supremo resuelve siguiendo dicho criterio, y la de lo Civil reconoce que la sala que decide estas cosas es la anterior, por lo que sigue la jurisprudencia fijada por la misma.
El daño ya está hecho: un nuevo 'cargamento' de descrédito para la Justicia

Pero llega diciembre de 2015, los casos entre clientes y bancos resultado del estallido de la burbuja inmobiliaria se acumulan, y hete aquí que la Sala de lo Civil emite una resolución que carga sobre la entidad financiera la obligación de pagar ese tributo, afirmando que es ella “la principal interesada en la inscripción de la garantía hipotecaria”. A partir de entonces las resoluciones de las dos salas comienzan a diferir.

Llegamos al desencadenante de la situación que se ha vivido estos días: el 18 de octubre, la Sección Segunda de la Sala de lo Contencioso-Administrativo emite tres sentencias que establecen que es el banco quien debe pagar el impuesto. Dichas sentencias son firmes y no susceptibles de revisión. Hay un efecto inmediato: los bancos se pegan un buen batacazo en la bolsa. Al día siguiente el presidente de la Sala suspende los recursos pendientes sobre el asunto y convoca un pleno para revisar este nuevo criterio, aludiendo a la “enorme repercusión económica y social” del fallo. Evidentemente, el escándalo es total, y se multiplican las voces pidiendo la dimisión del tipo. Jueces para la Democracia considera “sorprendente” e “insólita” la decisión, afirmando que el presidente de la Sala “ha generado alarma social, ha provocado desconcierto en la ciudadanía, [...] ha generado inseguridad jurídica, ha utilizado indebidamente las facultades legales que la legislación le encomienda a un tribunal colegiado y ha puesto en tela de juicio la imparcialidad e independencia de los jueces”.

A esto me refería: decidan lo que decidan en la sesión del pleno del 5 de noviembre, el daño ya está hecho: un nuevo “cargamento” de descrédito para la Justicia. Porque la gente de la calle, que sabe que el poder de los bancos es infinitamente mayor que el de las personas normales (no en vano a los bancos los rescatan y a las personas las dejan ahogarse atadas de pies y manos en una piscina de tiburones), no puede evitar preguntarse quién manda aquí y dar carta de posibilidad a que alguien pudiera haber recibido un par de llamadas para “poner las cosas en su sitio”.

Consciente de ello, el presidente del Tribunal Supremo se ha apresurado a pedir “disculpas a aquellos ciudadanos que se hayan sentido perjudicados en esta deficiente gestión”, pues reconoce que “esto no lo hemos gestionado bien, sin duda [...]. Se ha provocado una desconfianza indebida en el alto tribunal y no puedo más que sentirlo, lo sentimos todos”, afirmando también que tras la sentencia no recibió “ninguna llamada de ninguna entidad”. La verdad es que puedo creerlo, dado que a los bancos, más allá del momentáneo porrazo en la bolsa, tampoco debe de preocuparles mucho esta historia, pues ellos nunca pierden: ya están diciendo que si al final les toca pagar van a subir las hipotecas. ¿Ven qué fácil? Quien tiene la sartén por el mango es quien puede freírnos los huevos a los demás.

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