ANA DE GÓNGORA.
Es descarado cómo nos ningunean quienes aspiran a dirigir nuestro país. Para conseguir nuestro voto presentan cada uno su programa enfocando como prioridades temas que en muchos casos son los que nos deciden a votar a uno u otro partido, y hasta definen con rayas rojas qué no están dispuestos a saltarse. Denuestan y hasta demonizan a sus oponentes. Todo esto hasta que votamos. Después viene la teatralización de qué pactar con quién o quiénes para conseguir alcanzar el poder. En las negociaciones parecen niños intercambiando cromos. Las líneas rojas van diluyéndose, pasando de rojo a rosa, hasta que algunas desaparecen completamente. Así, decepcionan a quienes los han votado, quizá precisamente por esos temas a los que renuncian por conseguir la investidura.
Este juego podría resultarnos divertido si lo viéramos en un teatro, pero se trata de la vida real: están jugando con nuestro futuro. Están decidiendo quién conseguirá hacerse con el timón del país para los próximos cuatro años. Y si no se ponen de acuerdo para conseguir hacerse con el poder, volverán a convocar elecciones y nos volverán a saturar de promesas que, si ya antes era dudoso que las llevaran a cabo, ahora nos han demostrado la facilidad, por mucha escenificación que haya, con que pueden desaparecer incluso antes de tener capacidad para ejecutarlas. ¿No se plantean que es muy probable que muchos votantes, cansados ya del juego que estamos viendo desde que se decidió que esto era una democracia, pasen de votar? Lo cual sería lamentable, pues tal y como es la ley electoral que tenemos, la abstención favorece a unos en detrimento de otros.
Creo que, mientras no se reforme la ley electoral, lo más sensato sería que las negociaciones las hicieran antes de las elecciones. Que se intercambiaran los cromos antes y, en lugar de tropecientos partidos, se presentaran unas cuantas agrupaciones, coaliciones, o como quieran llamarlo, pero que presenten propuestas claras, bien definidas y con el compromiso de que sean inamovibles. Esto tendrían que firmarlo ante notario, por supuesto, para que pudiéramos creérnoslo.
Aun así, siempre nos queda la incógnita: ¿el que consigue el Gobierno es realmente quien decide?