La culpa es de Franco



PGARCÍA. Octubre 2017.

Desde que se murió Franco (y sobre todo a partir de la instauración de esta  democracia), bastante gente se ha dedicado a acusar a este señor prácticamente de todo. Antes, cuando vivía, apenas. Por elemental prudencia. Luego, que si dictadura, que si prohibición de hablar en catalán, que si represión, que si abusos, que si esto y lo otro. Ante cualquier cosa ingrata se suele decir: “La culpa fue de Franco”.

Yo, muchas culpas de Franco las encuentro claras; otras, un poco traídas por los pelos; pero hay unas que nadie ha comentado todavía, que tengo documentadas en mis propias carnes, y que es hora de darlas al conocimiento general: la culpabilidad de Franco en los altos índices de colesterol y las elevadas cifras de presión arterial que presentamos los españoles de mi edad.

Los españoles de mi edad (que fuimos los niños de la posguerra de Franco), arrojamos unas cantidades tremendas en esos dos apartados. ¿La culpa es nuestra? ¡No, señores! La culpa es de Franco. Franco desencadenó una guerra civil, que entre sus infinitas consecuencias tuvo la del peligro de la salud de los niños de entonces. La tisis era el fantasma que se alzaba en el horizonte de nosotros, los pequeños de la posguerra; y nuestros mayores, para neutralizarlo, nos alimentaban con lo que alguna autoridad nacional tan reconocida como la de Karlos Arguiñano calificaría de “dieta potente”. Dentro de sus escasas posibilidades, nos incitaban al consumo de hígados, riñones, criadillas, sesos y demás entrañas animales. Ante la amenaza del bacilo de Koch, nos atiborraban a fritos de pescados y huevas, a tortillas variadas, a bocadillos de embutido y a albóndigas en su jugo. Y todo, generosamente sazonado, y a veces bien regado de vino de pellejo. Así se programaron nuestros hábitos alimentarios de niños de posguerra.



Y ahora resulta que vamos al chequeo y nos dicen que el cloruro sódico es un factor desencadenante de la hipertensión, que los bocatas son una maldición para la salud, que el embutido es veneno, que los huevos fritos con chorizo nos pueden poner el colesterol a 300 y que un buen plato de callos a la madrileña equivale a un suicidio dietético. Nosotros, los que fuimos niños de la posguerra, tratamos racionalmente de adaptarnos a las sensatas normas que se nos sugieren: el muesli con la leche descremada para el desayuno en lugar del buen tazón lácteo rebosante de nata en el que hacíamos barquitos de pan; la pieza de fruta a media mañana, sustituyendo al bocadillo de sardinas en aceite con un trozo de pimiento para animar; la comida a base de acelgas y pollo hervido sin sal, en lugar de las migas a la montañesa y una cabeza de cordero al horno; el poleo, en lugar de un café que se puede cortar acompañado por su copa y un Farias; el té a media tarde, sustituyendo al aperitivo nocturno con su vino con agua carbónica para que pasasen las económicas pero sabrosísimas puntas de jamón y tocino; y el yogur nocturno que debe sustituir a aquellas cenas de tres platos que eran nuestra garantía de salud ante las infecciones de bacilos y bacterias, y todo con el salero usado con la lógica generosidad.

Tratamos de adaptarnos a tan cuerdas recomendaciones clínicas, pero nuestra educación gastronómica se rebela. Condicionados desde niños por las secuelas de la posguerra para reforzar nuestra alimentación de un modo bravío, sufrimos agudos síndromes de abstinencia que solo se superan con un buen trozo de salchichón o lomo embuchado; unas patatas chips en su punto de sal o unas aceitunas rellenas de anchoa obran en nosotros el mismo benéfico efecto que unas rayas de coca en el drogadicto más extremo.

Y claro, estamos irremisiblemente abocados al sobrepeso, y con él a la angina de pecho, a la arteriosclerosis, al infarto. ¿Podemos hacer algo? ¡Nada! Así nos educaron el paladar y no podemos combatirlo. Cuando palmemos de un patatús un día de éstos los de mi edad, que no se nos critique con responsabilidades: en este caso, más que en ninguno, la culpa será de Franco. 


  Votar:  
  Resultado:  
  0 votos