Junio 2019.
Asesinos de árboles
De vez en cuando los periódicos o los informativos de la tele nos hablan de unos tipos que se han emboscado en un piso de una ciudad norteamericana y la han emprendido a tiros, indiscriminadamente, con la gente que circulaba por la calle; o han entrado en un colegio con un fusil de asalto disparando a diestro y siniestro, para no dejar títere con cabeza. Y todos nos escandalizamos mucho. Porque son asesinos de personas. Sin embargo, no nos percatamos de que hay otros asesinos: los asesinos de árboles.
Los asesinos de seres humanos en masa pueden estar en países ajenos. Sin embargo los asesinos de árboles los tenemos mucho más cerca. Aquí. En mi localidad. En la tuya, lector.
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En el camino hacia mi casa había un viejo chalé con un gran terreno arbolado. El otro día, al regresar de cierto viaje, me asombré al ver el espacio todo despejado y, en el suelo, yacentes, los troncos segados de los árboles sin vida. Interpelé al sujeto que allí estaba, preguntándole que por qué me privaba de su belleza y frondosidad. Dijo que había comprado el terreno, que los árboles eran suyos, y que hacía con ellos lo que le daba la gana.
Pero en sus ojos había un brillo insano.
Supe que había disfrutado con su destrucción.
Era un sádico botánico.
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Nos creemos que los delincuentes normales de las zonas urbanas son los robapisos, los robacoches, los atracabancos o los camellos, y no nos percatamos de la existencia de ese malhechor infame que se dedica a asesinar árboles. Pues yo quiero descubrirlo.
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El árbol es una de las especies vivas más inteligentes de la evolución. El árbol no necesita matar ni devorar a otro ser vivo para sobrevivir. Su inteligencia casi sobrenatural le hace alimentarse únicamente de la radiación del Sol. ¡Y cómo le envidia el hombre, que se cree el rey de la creación, que con toda su ciencia, su filosofía y su tecnología tan vanas, si no siembra, no recolecta, no caza, no pesca, no engulle a otros seres vivos, es incapaz de subsistir! Por eso, muy en secreto, el hombre odia al árbol.
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En las afueras de las ciudades, en los extrarradios, ese odio es evidente. Amplias zonas de arbolado han sido masacradas por los asesinos de árboles. ¿La excusa? El trazado de un nudo de carreteras, la ubicación de nuevas áreas comerciales, la construcción de urbanizaciones de nuevo cuño.
Pamplinas.
Detrás de las matanzas de árboles no hay otra cosa que envidia cochina.
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La vesania del asesino de árboles es evidente. Muchas veces los ha cortado, los ha cercenado de raíz por el mero placer de exterminarlos, y después en ese terreno despoblado nada ha terminado por edificar.
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El árbol es el ser más indefenso ante el asesino de árboles. Lo ve llegar, armado con su sierra mecánica como uno de esos monstruosos criminales de película tipo Viernes 13, y no puede huir de su destino, porque está anclado al suelo e imposibilitado para desarraigarse para emprender la fuga. Y el asesino pone en marcha el artefacto, lo aproxima, lo aprieta contra el tronco y lanza morbosas carcajadas de placer mientras sus fosas nasales se impregnan del olor a la resina y a los fluidos de la criatura a la que está arrancando la vida.
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¡Cómo han cambiado los tiempos! ¿Me dejan que ironice desde el sarcasmo? Antes: escribir un libro, tener un hijo, plantar un árbol. Ahora: ni leer un libro, tener un aborto, cortar un árbol…
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Zonas de expansión urbana… ¡Cuántos crímenes arborísticos se han cometido en vuestro nombre! Porque, yuppies de chicha y nabo habitantes de zonas residenciales, aunque lo ignoréis, muchas de vuestras casas se alzan sobre un terreno previamente sembrado de cadáveres de árboles a los que, para negociar a vuestra costa, se les privó vilmente de la vida.
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Cuando paso junto a una urbanización en ciernes en las afueras, por cualquier explanamiento en los aledaños de algún cinturón circunvalatorio donde se alzarán futuros complejos oficinescos, me estremezco porque para mí el ambiente todavía está plagado del eco de los alaridos mudos de los árboles que fueron rebanados para hurtarles el terreno que era suyo. Yo los oigo…
En fin: qué día tengo, ¿verdad?
PGARCÍA