Mayo 2019.
Adiós, Abelenda, adiós…
Fechas atrás nos dio su adiós definitivo Abelenda (Alfonso Abelenda Escudero), humorista gráfico y pintor, uno de los grandes dibujantes de La Codorniz de su etapa más gloriosa. Fue en A Coruña, su tierra. Abelenda, una persona cordial con muchísimos amigos entre los que me cuento, y fino exponente de una figuración plástica a caballo entre el bronco expresionismo y el surrealismo más galaico.
Abelenda era un vitalista de espíritu dionisíaco, y todavía pintaba con pinceles, en estos tiempos en que los pintores no pintan, sino que hacen instalaciones más o menos decorativas. Xavier Domingo le llamó “artista y aventurero, pintor y pirata; un gallego de los pies a la cabeza. En su pintura está Galicia, haga lo que haga”. Julio Cebrián, también pintor y gallego, dijo que “era pintor antes que el mismo lo supiera”, que “adereza sus productos en la quintaesencia de la ironía; pintor `peito de lobo´ y cerebro orbitado hacia lo sólido, bello y desconocido”.
Anxeles Penas, respecto al artista, escribe de la “estética de lo grotesco” y “el patetismo de sus esquinadas criaturas”. El crítico Fernando Mon le situó en el Grupo Escisión, de la pintura gallega, junto con Mampaso, Grandío, María Antonia Dans, Pousa y otros; y J. L. Bugallal lo alinea en la “generación de los insurgentes”, pintores coruñeses de los años cincuenta, una época española gris y chata en lo artístico y en todo.
Yo pienso que en su obra (que es necesario revisar y valorar en su justo término, sacándola a niveles nacionales y también internaciones) está presente el “instinto de la pintura” del que hablaba Nolde, quien decía que ese instinto “era diez veces más importante que el conocimiento”.
“El arte debe ser indócil —decía Abelenda en sus declaraciones—. El artista jamás debe plegarse a las modas o tendencias de su tiempo”.
Abelenda, eterno estudiante de arquitectura y entusiasta jugador universitario de rugby, no solo fue instintivo en su arte (“El celta nace desesperado y peregrino”), sino que fue también muy culto e informado: Velázquez y Goya le nutrieron, así como también Nolde, Dubuffet, Karel Appel y hasta Frank Auerbach. No en vano Eduardo Chamorro dijo que su pintura era “inmediata, un manifiesto preciso y deslumbrante”. Tengo vivo recuerdo de algunos cuadros suyos: la dársena, el puerto y la marina coruñesa, en sus diferentes versiones, El San Martiño, Mane Tezei, Un pitillito en el café du dome, El perro René, Mi hijo Alfonso y los phantasmas del taller, y el sobrecogedor Autorretrato de mi kadáver.
En cuanto al Abelenda humorista, debo hablar de La Codorniz, cuyos pupitres y aulas compartimos, junto con otros grandes como Chumy, Azcona, Ballesta o Julio Cebrián. Su trazo humorístico era algo así como introducir en una coctelera al rumano Saul Steimberg, al argentino Osky y al propio gallego Abelenda, con un chorrito de surrealismo y ginebra, agitar y servir en copa de cristal fino. Lucieron sus chistes e historietas en Cambio 16, el diario Madrid (aquella Página P, con Moncho Goicoechea), su libro El Abelendario, y otras muchas publicaciones.
Anxeles Penas dice que su humor “es un antídoto contra el fanatismo porque todo lo relativiza, un carminativo y una inteligente defensa”. Los demonios que pintaba Abelenda, sus curas y frailes, sus guardas jurados perseguidores de las parejas de enamorados, sus políticos cargados de medallas… todos eran inefables y marca registrada de la casa abelendina. Él mismo se parecía a sus dibujos.
Dos lobos muertos de hambre y con la lengua afuera dialogan. Uno de ellos dice al otro: “A mí lo que me gusta no es la poesía en sí, sino los poetas”.
Así era el humor de Abelenda. Humoristas así no quedan ya.
Antonio MADRIGAL