LA GOLONDRIZ
Amigos corruptos
LA GOLONDRIZ
No hace mucho, como ustedes saben, dos pizpiretos políticos nuestros pasaron a mejor vida. Consciente de mis obligaciones sociales, me puse en camino para cumplirlas debidamente. Llegué al céntrico barrio madrileño, localicé al portero de cierto número del edificio que buscaba, y pregunté:
— Por favor, ¿el cadáver político?
— Piso tantos, puerta cuántos —respondió el hombre, con aspecto más bien triste, por el fallecimiento político de uno de los ilustres vecinos de la escalera.
Cuando pulsé el timbre musical de la vivienda indicada, me abrió la puerta una dama de buen ver, totalmente enlutada, con los ojos hinchados de tanto llorar.
— Señora —puse cara de circunstancia—: le doy mi más sentido pésame.
— Gracias, gracias —musitó aquella dama con pinta de compañera de cadáver político—… Habrá venido usted por la triste noticia, ¿verdad? —y ante mi muda información me indicó con un gesto que la siguiera.
En una antesala, dos docenas de personas de uno y otro sexo, respetuosamente vestidas de oscuro, desgranaban cuentas de rosarios entre oraciones bisbiseantes.
— ¿Son los secretarios, los asesores y las diversas ayudantes del cadáver político? —pregunté a mi guía, que se limitó a mover la cabeza afirmativamente, mientras me abría la puerta del dormitorio.
En el correspondiente féretro, rodeado por grandes cirios encendidos, estaba el cadáver político, vestido de chaqué, con varias condecoraciones prendidas de las solapas. Su rostro se animó al verme entrar:
— ¡Hombre, no sabe cómo me alegro de su visita! Desde que soy cadáver político, aquí me tiene, tumbado en el ataúd todo el día, y sin perrito que me ladre.
— ¿Resulta muy duro eso de ser cadáver político? —quise saber, picado por la curiosidad.
— ¡No se lo puede usted figurar! —respondió el cadáver político, con gesto adusto—. De estar elogiado a toda hora, de andar rodeado de gentes que te ríen las gracias y te dicen que eres el más grande, a que de un día para otro no te digan ni “por ahí te pudras”, resulta terrible.
— Si no es indiscreción, ¿cómo se ha convertido usted en cadáver político? —indagué.
— Por culpa de los escándalos —dijo, muy serio, mi interlocuto—. Empezaron a llover y llover… y cuando menos me lo esperaba me encontré convertido en un cadáver político.
— ¿Qué futuro le aguarda, querido amigo?— quise saber.
— Supongo que, en cuanto cadáver político, se me trasladará al cementerio de los cadáveres políticos con toda la pompa; que habrá discursos y todo eso. Pero después vendrá lo peor. Si soy enterrado, en cuanto cadáver político, siempre me quedará la posibilidad de incorporarme a la actividad privada y forrarme gracias a mis contactos. Pero como me incineren, se esparcirán mis cenizas políticas, seré víctima del más absoluto de los olvidos, y no tendré donde caerme muerto.
Le dije que lo de no tener donde caerse muerto sería el peor de los destinos para un cadáver político de su categoría. Le deseé el mejor de los entierros, prometí enviarle una corona y estreché su mano despidiéndome convencido de lo peligroso que es dedicarse a la política. Y me puse en camino hacia uno de los barrios populares de la capital, donde debía de estar el otro cadáver político de cuerpo presente. Mientras caminaba no pude dejar de pensar que, en cualquier otra profesión, te conviertes en cadáver y todo acabó. En la política, en cambio, te toca la china, te transformas en cadáver político, y se inicia para tí un calvario que cualquiera sabe dónde puede terminar.
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