Foto: Azoreg
EDITORIAL. Marzo 2019.
Ante un paisaje desconocido apelo a mi memoria y advierto lo nuevo por “reconocimiento” de su ausencia en mí. Así me ocurre también con un paisaje humano en el que lenguaje, vestimentas y usos sociales contrastan fuertemente con aquel paisaje en el que tengo formados mis recuerdos. Pero en sociedades en que el cambio es lento mi paisaje anterior tiende a imponerse a estas novedades que percibo como “irrelevantes”.
Y ocurre que viviendo en sociedades de veloces modificaciones tiendo a desconocer el valor del cambio o a considerarlo como “desvío” sin entender que la pérdida interior que experimento es la pérdida del paisaje social en el que se configuró mi memoria.
Por lo anterior comprendo que una generación, cuando accede al poder político, social, cultural, etc., tiende a plasmar externamente los mitos y las teorías, las apetencias y los valores de aquellos paisajes hoy inexistentes pero que aún viven y actúan desde el recuerdo social en que se formó ese conjunto. Y ese paisaje fue asimilado como paisaje humano por los hijos y como “irrelevancia” o “desvío” por sus padres. Y por más que luchen entre sí las generaciones, la que adviene al poder se convierte de inmediato en retardataria al imponer su paisaje de formación a un paisaje humano ya modificado o que ella misma contribuyó a modificar. De este modo, en la transformación que instaura un nuevo conjunto está el retraso que arrastra desde su época de formación. Y contra ese retraso choca un nuevo conjunto que se está formando.