Humor Fandiño
G. MARTINEZ. Septiembre 2017.
Boicoteador terrible
Al margen de lo que se quiera argumentar para disculparle, lo cierto es que Regúlez tenía un inmenso espíritu de boicoteador. De chiquitín ya había llevado a sus padres de cabeza cuando le dio por declarar el boicot al biberón, a las papillas y a la Vitamina D; su infancia y juventud las pasó enfurruñado, mirando ceñuda y aviesamente cuanto le rodeaba porque era un boicoteador nato; pero cuando de verdad se pudo apreciar el boicoteador que alentaba en Regúlez fue, ya adulto, al subir el precio de las peluquerías.
— ¡No volveré a pisar una barbería! —exclamó en casa— ¡Le haré el boicot! ¡Todo el mundo debería imitarme!
— Afeitarte podrás hacerlo tú —dijo su mujer—, ¿pero cómo te arreglarás el cabello?
— ¡Mientras mantengan esos precios, ni me afeitaré ni me cortaré el pelo! —declaró, tajante, Regúlez—. El boicot hay que realizarlo de modo ostensible, para que se entere todo el mundo.
Y como aunque Regúlez se dejó barba y no se arreglaba el pelo, las peluquerías no bajaban sus tarifas, el hombre llevó cabellos y barbas larguísimos.
— Han subido otra vez los cines —comentó un día un amigo con el barbudo, tomando una cerveza en un bar—. Y las consumiciones de los bares se están poniendo por las nubes.
— ¡Eso tiene fácil solución! —clamó el terrible boicoteador—. Hagamos el boicot a bares y cines.
— Es que… —intentó hablar el amigo.
— ¡Jamás me volverás a ver en tales sitios! —terminó Regúlez.
Y, en efecto: por más que dieran buenos programas o le entraran unas ganas enormes de tomar un aperitivo, Regúlez aguantó, e hizo aguantar a su familia.
La gente no prestaba atención a la actitud de Regúlez, y persistía en sus aumentos; mas como él era la terquedad personificada, no se apeaba de sus boicots.
Así dejó, además de la asistencia al cine, a la peluquería o al bar, la compra de jabón por su costo exagerado; el uso de autobuses o taxis porque las tarifas habían sufrido reajustes; el de gas o electricidad en casa porque no estaba de acuerdo con las nuevas tarifas; y dejó muchas cosas más por razones similares.
Pero lo definitivo ocurrió cuando la esposa dijo a Regúlez que les subían el alquiler un tanto por ciento, y la ropa y la comida se habían encarecido bastante.
— ¡Pues no volveremos a vivir en casa alguna, ni a ir al mercado, ni a comprar ropa! —aulló Regúlez.
Desde entonces viven los Regúlez en una cueva a las afueras de la ciudad. Llevan los cabellos muy largos, comen unos bichos que crían, visten pieles de animales, y los domingos, como no van al cine, pintan cosas rupestres en las paredes de la cueva. Regúlez asegura que persistirá en su boicot hasta que muera.
Yo me lo creo. Porque como Regúlez no va tampoco a la oficina, y al boicotear todo lo boicoteable carece por completo de quebraderos de cabeza, vuelto a la edad de las cavernas con su boicot, el hombre lo pasa estupendamente.
Podría tornar a la normalidad. Él mismo lo admite. Pero probadas las ventajas de su actual situación, habría de pensárselo mucho.
LA GOLONDRIZ
La Codorniz del siglo XXI.